(Artículo de José Luis Valladares Fernández, presidente de la Comisión de Mayores del Partido Popular de Gijón, publicado en El Comercio).
Los datos publicados, hace poco más de una semana, por la Oficina Estadística de la Comisión Europea (Eurostat), sobre la educación en España, son francamente demoledores. Volvimos a registrar, un año más, la tasa más alta de Europa en fracaso escolar. Según Eurostat, de los jóvenes españoles que, en 2013, estaban matriculados en Educación Secundaria, un 23,5% abandonó sus estudios al finalizar el ciclo obligatorio. Y muchos de ellos, sin conseguir, incluso, la graduación correspondiente. La media de la Unión Europea es del 11,9% de fracaso escolar.
En España, son muchos los alumnos que, aunque se esfuercen, no logran alcanzar jamás el nivel medio de la mayoría de jóvenes de su misma edad. Y como es lógico, suspenden irremediablemente al finalizar el curso. Y una de dos, o se convierten en eternos repetidores, o abandonan prematuramente sus estudios. En cualquiera de los dos casos, esto se traduce en un fracaso personal y social evidente y, como es lógico, afecta gravemente a su autoestima. Es normal que pierdan la confianza en sí mismos y queden marcados para toda su vida, cercenando así toda posibilidad de mejorar en el futuro.
Son muchas las circunstancias que provocan, de manera inexcusable, ese abultado fracaso escolar. Algunas son perfectamente subsanables, como la miopía y la sordera ocasional. Otras son más difíciles de corregir. Es el caso de la dislexia y la hipersensibilidad que padecen algunos niños, en cuyo caso, o no comprenden lo que leen, o son incapaces de controlar sus movimientos y su atención. En ambos casos, el fracaso escolar es inevitable. También fracasarán, por razones obvias, los que tengan un coeficiente intelectual manifiestamente bajo, los que proceden de familias desestructuradas y, cuando se aburren en clase, los superdotados.
En Europa, nadie nos iguala, ni nos discute el liderazgo en fracaso escolar. Hasta hace unos años, eran Malta con un 49,9% y Portugal con un 41,2% los campeones de dicho fracaso. Nosotros, con un 30%, ocupábamos un discreto tercer lugar. Rebajamos algo ese porcentaje, es cierto, pero de manera muy leve. Malta y Portugal, en cambio, mejoraron significativamente sus resultados con pequeñas reformas y nos dejaron solos al frente de semejante clasificación. En muy poco tiempo, Malta redujo esa tasa en 29 puntos y Portugal no se quedó atrás y redujo la suya en 22 puntos.
Todas esas deficiencias físicas o mentales, que ocasionan necesariamente esa falta manifiesta de rendimiento en los estudios, no son exclusivas de España. Se dan también en todos los países desarrollados y en unos porcentajes muy similares a los nuestros. Sin embargo, en ningún otro país de Europa hay tanto fracaso escolar como en España. Tiene que haber, por lo tanto, otros factores pedagógicos determinantes de ese plus de fracaso escolar que padecemos. O fallan los métodos de enseñanza porque no se adapten plenamente a la madurez de nuestros escolares, o falla de plano nuestro sistema educativo, que es lo más probable. Puede haber también, cómo no, una excesiva masificación en las aulas y hasta demasiados profesores con más vocación de políticos que de enseñantes.
Desde que, en 1990, apareció la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de España (LOGSE), el fracaso escolar comenzó a dispararse, y hoy día es ya todo un problema que nos deja en muy mal lugar. El influjo de la LOGSE ha sido notablemente negativo para la educación española. Restó importancia a la disciplina y al esfuerzo personal de los escolares. Los profesores perdieron su autoridad y una gran parte de sus atribuciones tradicionales. Esto dio lugar, como es lógico, a ese clima de desorden que se respira actualmente en muchas clases.
Y algo tendremos que hacer para mejorar los resultados académicos de nuestros escolares y adecentar convenientemente nuestras elevadas tasas de fracaso escolar. Necesitamos, por supuesto, un sistema educativo menos dogmático y mucho más adaptado a la capacidad real de nuestros alumnos, un sistema que adoctrine menos y enseñe más, lo que nos obliga a cambiar substancialmente las reglas de juego. Y esto es lo que pretende el Partido Popular con su nueva Ley de Educación, la LOMCE, aprobada últimamente, a pesar de la oposición frontal de toda la izquierda española y de los nacionalismos autonómicos.
Hasta 1990, la Formación Profesional (FP) estaba funcionando aceptablemente bien y proporcionaba una cualificación profesional digna a muchos de aquellos escolares con dificultades manifiestas para superar el Graduado Escolar de entonces. De ese modo, y a pesar de sus propias limitaciones para el estudio, muchos jóvenes lograban prepararse convenientemente para acceder al mundo del trabajo. Con la LOGSE, esto ya no fue posible, ya que era obligatoria la titulación en la ESO para cursar enseñanzas profesionales,
Si queremos equipararnos en resultados académicos a los países de nuestro entorno y abandonar definitivamente el vagón de cola, tendremos que mejorar sustancialmente la oferta de FP, tal como nos recomienda la Comisión Europea. ¿Cómo? Abriendo a los jóvenes con problemas, la posibilidad de seguir estudios profesionales aunque no consigan el título de enseñanza obligatoria. Y esto es lo que pretende la llamada “Ley Wert” con esa institucionalización de la nueva FP Básica que, por otra parte, es lo que se viene haciendo en los demás países del mundo civilizado.
La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) pretende, cómo no, solucionar también otros muchos problemas, que venimos arrastrando desde 1990 y que tanto han perjudicado a la calidad de nuestra enseñanza. Entre otras cosas, pretende mejorar los resultados académicos, optimizando los contenidos y, por supuesto, volviendo a potenciar el mérito y el esfuerzo personal de cada alumno. No van a lograr todos ellos los mismos resultados, es cierto, pero hay que procurar constantemente que cada uno de ellos alcance su propia potencialidad.