EL COMERCIO | Desde las primeras elecciones autonómicas, en marzo de 1980, y durante las dos décadas posteriores, las relaciones entre Cataluña y el conjunto del Estado, fueron en la práctica, las relaciones entre Jordi Pujol, CIU y los sucesivos gobiernos de Felipe González o José María Aznar. Este equilibrio se articulaba en torno a un pacto no escrito por el cual el Estado iba progresivamente cediendo competencias en Cataluña y renunciaba a inmiscuirse en la política autonómica, es decir, en la práctica se retiraba del día a día de los catalanes, y a cambio, CIU, aprovechándose de nuestro sistema electoral, garantizaba en el Congreso de los Diputados la gobernabilidad del Estado. En este reparto de funciones sólo había una condición, CIU no debía llevar a debate la cuestión de la independencia catalana, y desde su ‘singularidad’ promulgaría la moderación, la búsqueda de la centralidad y el compromiso con la vertebración de España.
Lo cierto es que aparentemente funcionó bien, pero sólo aparentemente, porque de puertas hacia adentro, el paulatino repliegue del Estado fue aprovechado por todos los gobiernos de la Generalitat para iniciar, cada vez con mayor celeridad, un proceso de ‘concienciación nacional’, que se fue acentuando con el paso de los años y creó un ficticio problema identitario. Un perverso doble juego.
Así, mediáticamente, se puso en valor el idioma catalán, no como complementario al castellano, sino a costa de él, se procuró denostar símbolos y tradiciones comunes, la Historia fue tergiversada sin tapujos, hechos como la Revuelta dels Segadors, el Sitio de Barcelona durante la Guerra de Sucesión, el bombardeo de Barcelona a cargo de Espartero en 1842 o la propia Guerra Civil terminaron por ser reinterpretados como diferentes episodios de un mismo conflicto, el de España contra Cataluña. La política catalana pasó a orbitar en torno a los supuestos agravios de un ente gris y caduco, vulgarmente denominado como ‘Madrid’.
Obviamente, los partidos políticos, en la medida en que aspiran a recabar el apoyo de unos ciudadanos cada vez más manipulados, fueron a su vez abandonando el consenso y se conformó una nueva realidad social donde se abrían paso posiciones radicales y rupturistas: la antigua Convergencia, judicialmente asediada, volcada con el ‘proces’, poniendo todos los recursos de la Generalitat al servicio del mismo, el PSC, en la medida en que no podía seguir el paso, desbordado por una Esquerra radical, sólo sobrepasada por las tesis extremistas y revolucionarias de la CUP.
El Gobierno de la nación se enfrenta a un escenario sin precedentes, con una parte muy importante de la sociedad catalana adoctrinada en la independencia, en el odio a España, y con un presidente de la Generalitat que –al margen de su resultado–, lidera un golpe de Estado de libro.
En este punto, de consumarse la felonía, necesariamente se impondrán medidas para restablecer el orden constitucional en Cataluña, pero el problema ha de afrontarse en toda su extensión, España ha de regresar a Cataluña para quedarse, no podemos conformarnos en la mera vuelta a una ‘normalidad’ institucional que no era tal.
Los partidos nacionales han de cambiar el discurso monolítico imperante, han de proponer, ilusionar y convencer a los catalanes de lo absurdo de romper siglos de proyecto en común, han de creerse que nuestra fuerza reside siempre en sumar. La televisión pública catalana ha de volver a ser de todos, se ha de poner coto de una vez por todas al adoctrinamiento en la enseñanza y han de penalizarse las actitudes sectarias y excluyentes.
Pero sobre todo no hay que llevarse a engaño, el que la entente separatista no logre su objetivo a corto plazo no significa que no vuelvan a intentarlo. Hay que pensar, y por tanto actuar, a una generación vista. Contemporizar con delincuentes no dará resultado, no es una opción, únicamente, y parafraseando a Groucho Marx, nos conduciría ‘de victoria en victoria, hasta la derrota final’. Y esta ya sería irreversible.